Tomado de Granma (25 de diciembre de 2020)
Pasado un nuevo año (cuatro ya) de la desaparición física de Fidel Castro, se hace más acuciante, atractiva, interesante, problematizadora y cargada de desafíos la pregunta: ¿cómo recordar(lo)?, ¿qué privilegiar, resaltar, poner en primer plano del conjunto de una contribución que fue enorme? Si bien cuatro años es una cifra breve, alcanza para que numerosas circunstancias de la realidad (nacional y mundial) sean diferentes –al menos en la superficie– a las que alcanzamos a conocer, mientras estuvimos juntos, nosotros y Fidel; en una circunstancia así, ¿qué nos deja Fidel, con qué zonas de su obra dialogamos y qué nos dice del mundo que habitamos ahora mismo?, ¿por qué y para qué preguntarle?
Hasta donde logro entender las problemáticas propias de la condición «viviente» del legado (lo cual sería el estado ideal en todo proceso de transmisión de memoria), creo que lo anterior contiene varios de los momentos que es imprescindible atravesar. El legado es un conjunto que reúne, a la misma vez, características de: archivo de conductas ejemplares/ejemplarizantes; grupo de ideas y conceptos entrelazados; presencia monumental (en atención a las dimensiones de asunto o aporte «grandioso»); acumulación de contenidos de carácter simbólico. Esto último porque el legado se trasciende a sí mismo e identifica ya no a la persona con quien más directamente corresponde asociarlo, sino a la época toda en la que «nace y se desarrolla», así como al territorio en el cual su «vida» tiene lugar; dicho de otro modo, la investigación, análisis, lectura y, en general, averiguación del legado nos habla y nos responde sobre la persona, el país, sus habitantes, el tiempo en el cual estuvieron, pero también las condiciones todas en las que estos devenires transcurrieron.