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¿Cómo honrar el legado del comandante?

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Partiendo de lo anterior, al preguntar por Fidel, lo hacemos por los antepasados de nuestros padres, nuestros padres, nosotros mismos y también por quienes nos suceden de manera inmediata, pero también por los que vendrán en días que ni siquiera podemos avizorar. Es una pregunta que supera a la persona porque abarca a la totalidad de la población (en realidad, las poblaciones de las épocas pasada, presente y futura) para, desde allí, hundirse en la raíz misma de los destinos del país. Esta conexión entre los tiempos fue lo que el propio Fidel comprendió y propuso cuando, en la velada conmemorativa efectuada el 10 de octubre de 1968 en La Demajagua, en ocasión de celebrarse los cien años del alzamiento protagonizado por Carlos Manuel de Céspedes, pronunció una frase que enlazaba los tiempos: «¡Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como nosotros!».

En esta brillante proposición, la clave del enlace entre tiempos está en la continuidad de lo que Fidel denomina «el espíritu revolucionario de nuestro pueblo» y «la tarea en cada momento». Esta conexión supra-temporal no significa un hecho místico, determinado por alguna esencia mística, sino que es producto de un movimiento de la conciencia social, como explica la idea siguiente: «larga ha sido la evolución de nuestro pensamiento revolucionario». Para el pensador político que arma este discurso no solo es importante trazar el camino de continuidad entre los diferentes puntos de actuación del espíritu revolucionario («Debemos decir que la lucha se repite en diferente escala, pero también en diferentes condiciones», señala en otro momento), sino que también avisa algunas tentaciones, desviaciones o fracturas que pueden conducir a olvidar el pasado:

«Es posible que la ignorancia de la actual generación, o el olvido de la actual generación, o la euforia de los éxitos actuales, puedan llevar a la subestimación de lo mucho que nuestro pueblo les debe, de todo lo que nuestro pueblo les debe a estos luchadores».

Desde este ángulo la existencia, recibimiento y preservación del legado, condiciona el nacimiento o establecimiento de una relación de amistad y diálogo con la memoria, porque recordar es parte del ser mismo y la identidad del sujeto revolucionario, parte de la nación. Esta recordación política es un proceso complejo, en el cual la visitación del pasado nos muestra el largo proceso de fracasos, dolores y pequeños éxitos del espíritu revolucionario; en términos filosóficos, un largo viaje hacia el encuentro con la libertad que, para la voz del discurso, nos es presentado en un tránsito dentro del cual «ellos» (los luchadores revolucionarios de distintos momentos de la historia, en sucesión ordenada): «…tuvieron que apurar los tragos más amargos: el trago amargo del Zanjón, el cese de la lucha en 1878; el trago amarguísimo de la intervención yanqui, el trago amarguísimo de la conversión de este país en una factoría y en un pontón estratégico –como temía Martí–; el trago amarguísimo de ver a los oportunistas, a los politiqueros, a los enemigos de la revolución, aliados con los imperialistas, gobernando este país. Ellos tuvieron que vivir aquella amarguísima experiencia de ver cómo a este país lo gobernaba un embajador yanqui; o cómo un funcionario insolente, a bordo de un acorazado, se anclaba en la bahía de La Habana a dictarle instrucciones a todo el mundo: a los ministros, al Jefe del Ejército, al Presidente, a la Cámara de Representantes, al Senado».

A todas estas experiencias, cuyo identificador común por encima de épocas son los signos de la anti-libertad y lo anti-nacional, Fidel opone (y les ofrece a manera de complemento) las luchas de otro tipo que entonces tocan al presente; dentro de ellas, tal vez las más importantes, «las luchas en el campo de la ideología», «las experiencias del proceso revolucionario», «enfrentarse al imperialismo yanqui» y «a sus bloqueos, a su hostilidad, a sus campañas difamantes contra la Revolución» y, finalmente, «enfrentarse al tremendo problema del subdesarrollo».

Dialogar y enfrentar(nos) con el legado implica tanto hacer la pregunta sobre la Historia que ocurrió (es decir, nuestro pasado y las condiciones de lucha y evolución de ese «espíritu revolucionario» del que habla Fidel), como reproducir el cuestionamiento, en su intensidad y conexiones, como parte de la Historia que –con nuestra participación y a nuestro alrededor– está siendo fabricada hoy, ahora mismo. En este contexto, ¿cuánto sobrevive de las preguntas, guías, recomendaciones, ejemplos, posiciones morales, inquietudes, cuestionamientos, concepciones teóricas que Fidel nos dejó? ¿De qué modo entenderlo sino preguntando, a la vez, a la realidad en la que nos encontramos, cuánto sobrevive de la polaridad entre la voluntad de independencia nacional, soberanía y autonomía nacional en oposición a la voracidad imperial o a propuestas (expresas o implícitas) de restauración y reconquista político-económica para el país cubano? ¿Podemos separar memoria e identidad? ¿Qué ocurre cuando dejamos de saber-reconocer quiénes fuimos-somos?

¿De qué modo entender esa solicitud que nos hizo, de que ninguna institución, centro escolar, de trabajo o calle llevase su nombre, sino en conexión lineal con las siguientes palabras de Martí en su carta de despedida al amigo Manuel Mercado, el 18 de mayo de 1895?: «Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad. –Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros». ¿Acaso no es este el mismo estremecimiento interior que agita la llama, de la «energía revolucionaria», en su ansia de transformar? Una imagen que recuerda aquella otra empleada por Martí, en el discurso que –en recordación de la gesta de Céspedes– pronunciara el 10 de octubre de 1887 en Masonic Temple, Nueva York, cuando habló de un «fuego» que «no sabe morir».

El legado está «hecho» de una cantidad, prácticamente inmedible, de análisis, decisiones, cálculos, en momentos diversos de la vida nacional en mucho más de las décadas de acción política de la persona que lo encarna; es una especie de punto de contracción del espacio-tiempo, un límite en el borde del futuro que llama a la auto-revisión. Solo podemos avanzar interpretándonos nosotros mismos dentro de él, asumiendo sus interrogaciones y reconfigurándolas para las condiciones del presente, y atreviéndonos al verdadero salto audaz entre los tiempos: fabricar, con estos ideales que hemos celebrado, el futuro.

 

 

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