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Dagmar y Belinda: ciencia con alma de mujer.

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Lo dice con cierto dolor, y uno entiende cuánto le importa a esta mujer que la ciencia cumpla su rol cuando más falta hace: en medio de una pandemia que diariamente arrebataba decenas de vidas a las familias cubanas. Hoy el número de fallecidos supera los 8 mil.

«Cada fallo nos angustiaba –acepta Belinda–. Cuando ya estábamos listos para iniciar la intervención poblacional en La Habana, tuvimos retrasos productivos con Soberana; tropiezos por factores como el Bloqueo, que no es un lema que se repite sin argumentos, y por el cual no siempre pudimos contar con los recursos y reactivos que necesitábamos».

Para Dagmar fue especialmente difícil esa pausa en el escenario productivo, asociada a la disponibilidad de recursos materiales imprescindibles y a otras complejidades del proceso biotecnológico, porque «aun cuando se tenían los datos de eficacia tras el ensayo clínico fase 3, que permitían que Soberana 02 dejara de ser un candidato vacunal para transformarse en vacuna, no se contaba con las dosis necesarias para respaldar ese resultado».

Lo cuenta como quien carga encima un peso enorme, del que no puede desprenderse: «Teníamos el compromiso de entregar las dosis requeridas entre finales de mayo y principios de junio de 2021, y no podíamos. Sabíamos que la vacuna funcionaba, era eficaz, pero no había modo de avanzar. Fue el momento más estresante para el proyecto de vacunas Soberanas. En ese instante teníamos la sensación de que le estábamos fallando a un país».

Belinda sabe que de esos traspiés, de esas incertidumbres, se habla poco en los medios de comunicación, pero son parte de la vida misma, del día a día de la ciencia. «El desarrollo de una vacuna puede demorar unos 10 años. Nosotros, como sucedió en todo el mundo, nos saltamos varios pasos para llegar antes, y en un proceso tan complejo eso siempre genera errores y caídas que nos tocan muy adentro».

Ese toque que sobrecoge desde el interior, cuando un sueño tan humano debe sortear tantos escollos, lo sintieron ambas al comprobar que en un 25 % de los sujetos vacunados, la respuesta inmune no era suficientemente buena con dos dosis, y entonces decidieron aplicar una tercera. «Hubo cuestionamientos, dudas –recuerda Dagmar–. Nos dijeron que estábamos locos por hacerlo en medio de un ensayo en curso, pero al final pudimos probar que cuando se usan esquemas heterólogos (con vacunas diferentes, como Soberana 02+Soberana Plus), la respuesta inmune es muy superior, y nuestra misión como científicos es encontrar la combinación exacta que propicie la mayor protección posible a las personas contra el virus».

Belinda mira a su amiga y sonríe como solo ella sabe: «Dag es de lo más lindo que me ha sucedido; un regalo en tiempos tan duros. Es líder, muy capaz, inteligente, íntegra. Tiene esa honestidad que se agradece siempre en las personas dedicadas a la ciencia, de ser autocrítica con los resultados; por eso se exige siempre más. Sabe tomar decisiones difíciles en momentos difíciles. Cuando trabajas con alguien así, te sientes tranquila, porque hay mucha seriedad científica en lo que se hace».

Belinda tiene el pelo negro y rizo. El adorno de un trébol de cuatro hojas le cuelga del cuello con gracia. Dicen los amigos que es un ser de otro mundo; que por eso es común escuchar: «Dios en el Cielo, y Belinda en la Tierra». Habla con dulzura y sonríe todo el tiempo. O casi siempre, porque ante los desafíos le nace la seriedad en la mirada. De seguro fue ese el modo en que escrutó las palabras que, en forma de reto, pronunció el presidente cubano Miguel Díaz-Canel Bermúdez el 19 de mayo de 2020, cuando conminó a un grupo de científicos a crear vacunas propias contra el coronavirus SARS-COV-2, y con ellas, soberanía.

Juntas han sorteado escollos y recibido abrazos. Juntas fueron reconocidas como Heroínas del Trabajo de la República de Cuba, a sabiendas de que es un premio colectivo, de muchos, comenzando por quienes las esperan al terminar el día.

«Si no tuviera detrás la familia que tengo y el apoyo de mis suegros, que cerraron su casa y vinieron a vivir conmigo para ayudarme con mis hijos, Fabio y Darío, de 17 y 11 años, no hubiera podido hacer nada». Dagmar está convencida de que su deuda es eterna, y tiene la certeza de que la educación de sus hijos puede ser un alto precio por pagar: «No he podido estar ahí para dedicarles el tiempo suficiente a sus estudios, sus tareas, porque con las teleclases no basta… Ellos están en pruebas finales y siento que hay debilidades que no pude prever ni atender».

A Belinda le ha sucedido igual, en una época marcada por no pocos renunciamientos. Para ella no hubo descanso, ni entretenimiento, ni alimentación en los horarios adecuados, ni sueño… Trabajar de lunes a domingo ha supuesto también sacrificar buena parte de la atención a los suyos. «Tengo la suerte de vivir en una familia donde compartimos valores, el amor por Cuba; con plena conciencia de la enorme responsabilidad que afrontábamos. Había comprensión y no faltó el cariño y el apoyo, pero ha sido muy duro para todos».

En su oficina, Belinda ha colocado fotos con sus hijos Abel y Camilo, con amigos, con Fidel. Las ha engrampado entre papeles y ahora el mural está repleto de tareas, recuerdos y nostalgias. «La muerte de cualquier ser humano duele, pero cuando se trata de un niño es casi antinatural. A todos nos consternó el fallecimiento del primer niño por COVID-19 en Cuba, y luego de otros. Eso hizo más urgente la necesidad de resolver el problema». Mientras habla, tiene fija la mirada en las probetas colgadas sobre la mesa enorme del laboratorio. Parece querer esquivar las lágrimas, algo que Dagmar, sin embargo, no consigue cuando habla de su padre.

En septiembre pasado falleció el doctor en ciencias José Luis García Cuevas, uno de los profes más queridos en la Universidad Central de Las Villas. «La COVID-19 no tuvo nada que ver. Tenía una enfermedad cardiovascular y ese día estaba perfectamente bien. Fue algo repentino que nos sobrecogió, en un momento en que aún el éxito de Soberana estaba por llegar. Ese éxito rotundo sería la vacunación pediátrica. Me hubiese gustado que él la disfrutara con nosotros; le quedaba mucho por hacer y aportar, pero la vida es así».

Para atenuar el dolor más grande de su vida, Dagmar contrapone una gran alegría: «Lo más feliz, sin discusión, es haber llegado a tiempo para vacunar a los niños cubanos. Hemos visto cómo se redujo la enfermedad severa y la letalidad. Cuba es el único país del mundo que enfrentó la ola de Ómicron con sus niños vacunados. ¡Con qué valentía y entusiasmo asumían la vacunación! Eso no tiene comparación. Es el momento más sublime de Soberana».

Lo dice con un orgullo que Belinda secunda: «Nada se compara con ver a los más pequeños recibiendo sus vacunas. ¡Casi no lloraban! Y luego tuvimos los resultados de inmunogenicidad, tan buenos. Esa es la satisfacción mayor».

Parecen dos madres hablando de sus hijos, y de cierto modo, lo son. Dos mujeres de ciencia protegiendo las vidas de miles de infantes, o el futuro del país, que no es lo mismo, pero es igual. Mujeres que, no obstante, en los últimos dos años no se han sentido diferentes, ni disminuidas. «La pandemia multiplicó las horas de trabajo, para todos, sin distinción –asegura Dagmar–. Tuve que esforzarme más, pero lo mismo le ocurrió a cada integrante de nuestros equipos de trabajo».

El dolor por la muerte de familiares, amigos, vecinos, conocidos… ha atravesado el alma de la Isla. De punta a cabo. Difícilmente alguien haya escapado de los surcos angostos de la tristeza que ha «abonado» esta pandemia. Eso no lo puede borrar el olvido ni esconder un nasobuco. Da igual si hombre o mujer. Belinda lo sabe:

«Sería hipócrita si te dijera que me sentí disminuida o que mi vida cambió por ser mujer. Pero mi realidad no tiene por qué ser la de otras. Sé que muchas han evitado o pospuesto salir embarazadas en esta etapa, aun cuando están en edad fértil, para no correr el riesgo de enfermarse durante la gestación, que es peligroso, e incluso por temor a que el bebé se contagie luego, sin poder vacunarse aún. Ese miedo les ha hecho posponer sus proyectos de vida, en tanto otras se han atrevido a construir sus familias, en medio de múltiples preocupaciones. No puedo imaginar siquiera lo que ha sentido una embarazada ante un diagnóstico positivo a la COVID-19.”

Ni Belinda ni Dagmar fueron estudiantes-polillas. No aceptaron ser porristas al borde de una cancha deportiva, ni dejaron pasar una gala cultural para actuar o aplaudir con las mismas ganas. Estudiaron porque tenían en casa el ejemplo familiar, y porque desde muy jóvenes sabían lo que querían en la vida. Llegar hasta ese sitio pasaba por el estudio consciente, y así terminaron siendo lo que son.

Contribuir a controlar la epidemia y aportarle a la salud de nuestra gente ha sido el mayor de los premios para Dagmar. «Otra ganancia adicional es el reconocimiento de la gente. Siempre hemos estado aquí, haciendo ciencia, pero nunca esa realidad había sido valorada en su justa dimensión. Y no es solo el reconocimiento personal: es una ganancia motivacional para que los jóvenes quieran ser científicos. Eso ha marcado una diferencia».

El día de su cumpleaños, Belinda recibió un diluvio de mensajes, felicitándola; pero ella sabe que cada día, a veces desde donde menos lo espera, ha salido una voz, un rostro, para agradecer: «El pueblo ha sido muy lindo con nosotros. Nos han manifestado su gratitud de muchas maneras. Poemas, canciones, mensajes en Facebook, llamadas al celular… La palabra gracias es la que más se ha dicho en este tiempo».

Tomado de Granma

 

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