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No van a poner fin al bloqueo a Cuba.

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Después de la independencia de los Estados Unidos, al menos 12 presidentes habían sido dueños de esclavos. Ocho de ellos siguieron teniendo esclavos durante el período en que ejercieron como presidentes, incluido Jefferson, autor principal de la Declaración de Independencia de 1776 donde se dice que “todos los hombres son creados iguales”. La doble moral entre los ricos viene desde lejos.

El fenómeno Trump es la imagen de caricatura (“comics” se diría en inglés) de esa realidad, pero ese proceso está enraizado en el sistema. Así el sistema se asegura que nunca sea electo allí un revolucionario radical como Fidel Castro, un líder sindical como Lula o Maduro, un líder universitario como Diaz-Canel, un maestro rural como Pedro Castillo, un médico con inquietudes sociales como Allende, un revolucionario guerrillero como Mujica, o un campesino indígena como Evo.

¿Dónde están los equivalentes de esos líderes en los Estados Unidos? Seguramente existen, pero no participan en la política nacional. Están sencillamente fuera del juego.

En mi etapa de diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular tuve varias veces la tarea de atender visitas de parlamentarios de otros países. Un día uno de ellos (por cierto, uno con expresas simpatías por Cuba) me preguntó esto: “¿y a ti cuanto dinero te costó tu elección como diputado?... porque a mí me costó más de medio millón”.  Me tomó unos minutos poder poder parar de reírme de la pregunta.

En otra ocasión, cuando conversaba con unos electores de mayor edad en el municipio de Yagüajay, fui yo quien les preguntó: Antes de la Revolución aquí ¿Quién tenía más poder real sobre la vida de los ciudadanos del municipio, el alcalde o el dueño del central azucarero? Me dieron la respuesta esperable: “el dueño del Central, por supuesto”. Y luego surgió la pregunta siguiente: “Y a ese, ¿quién lo eligió? Nadie lo eligió. Es que la democracia es una broma de mal gusto cuando el poder económico está en manos de los ricos.

A los revolucionarios cubanos se les ocurrió cambiar las reglas del juego: repartir la tierra, nacionalizar las fábricas, alfabetizar a todos, hacer a todos propietarios de sus viviendas, cerrar los casinos de juego, impedir los lujos, y emplear el dinero público en abrir escuelas y hospitales, para servicios gratuitos de acceso universal; y más aún, hacer una política exterior independiente, y darle las armas al pueblo para defender todo eso.

Era demasiado y podía ser contagioso: los círculos de poder de los millonarios norteamericanos y sus acólitos locales no lo podían permitir: y así apareció el bloqueo, la invasión de Girón, las bandas contrarrevolucionarias, y el invento risible (si no fuera cinismo trágico) de acusar a Cuba de promover el terrorismo y violar derechos humanos.

Entendamos que lo que hacen no es solo perversa venganza de los ricos expropiados; es el frío cálculo de que el socialismo funciona. Por irónica que parezca la conclusión, ellos saben que el socialismo es capaz de elevar la calidad de vida y la justicia social y, si eso sucede, el ejemplo sería muy peligroso. Hace falta que no se le deje funcionar, y para eso es guerra económica, o cuando funciona (como muestran los indicadores sociales de Cuba), que no se entere nadie, y para eso es la guerra mediática.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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